SAMUEL 1. Para el que guste
- Elías Gameros
- 23 abr
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 6 may
A la entrada de Acapulco nos recibió un cadáver. Y, aun si la persona asesinada ese día hubiese tenido una numerosa cantidad de enemigos, hay alguien que, aún hoy, recuerda ese día como el más triste de su vida. Yo, sin embargo, debo confesar que recuerdo ese cadáver como si fuese un santo, un apóstol, o el portador de las llaves al paraíso: el portero del Edén.
Aunque el cuerpo ya estaba cubierto por una sábana negra que los forenses le habían colocado, en mi mente le he dado un rostro: el del San Pedro de Rubens.
Y es imposible que no me surja la duda de si los cadáveres tienen o no un rostro, o si la posesión de uno es exclusiva de los vivos.
Las personas queremos siempre ver caras donde no las hay. Como cuando, al pasar cerca de un árbol que nos llama especialmente la atención—quizá por su tamaño, por el verdor de sus hojas o por su extraña manera de plantarse en el suelo—queremos verle cara de bailarín. O cuando nos detenemos bajo un rascacielos y, al elevar la mirada, asombrados y mareados por la altura, se nos figura que el edificio tiene cara de gladiador. Pero este fenómeno ocurre más comúnmente con las montañas, especialmente con aquellas que descansan solitarias en una amplia y desierta llanura; que, por su soledad y por su silueta, nos recuerdan quizá a nuestra madre, quizá a nuestra abuela.
Por eso me parece aún más curioso que el rostro de un vivo aparezca tan difuso en mi recuerdo. El rostro de Samuel se me aparece nebuloso, predominantemente rojizo, con manchones blancos y salpicaduras acuosas de tonos amarillentos.
El paraíso del que hablaba al inicio existió, como todos los paraísos, solo en mi cabeza y, como todos los paraísos, solo por un tiempo breve y limitado.
Pero dos o tres días (no recuerdo bien cuántos) bastaron, y aún fueron demasiados, si se comparan con lo que otros duran en la gloria: apenas minutos u horas.
¿Viernes y sábado? ¿Sábado y domingo? ¿Viernes, sábado y domingo? Cualquiera que hayan sido los días, fueron suficientes para delimitar, enmarcar y ornamentar el resto de mi existencia. Y, si no queremos exagerar, al menos sí el resto de mis años jóvenes.
Podríamos entonces discutir sobre la duración de esos años jóvenes, esos años que carecen de toda solidez y que son tan blandos como la espuma. Pero para mí es fácil reconocer la frontera que divide mi juventud de mi adultez, pues está claro que esos días y aquel paraíso fueron, por imposición divina, el límite entre esas dos etapas de la vida.
Se me juzgará por la aparente exageración de estos acontecimientos, a los que he dado tal importancia épica que me he atrevido a escribir sobre ellos; pero que, a ojos ajenos, seguramente parecen simples, comunes, incluso frecuentes. Pero ya hemos hablado de esa insistencia terca que tenemos todos de adornar de esplendor lo que es, a todas luces, elemental.
Y, sobre todo, me consuela saber—y tener muy en claro—que Samuel vio en mí, igual que yo en él, una figura que rebasaba la simplicidad.
Brooklyn, Nueva York. 2025.
Comentarios